La experiencia de los clásicos, plasmada en las obras que nos han legado, es para considerarla una y otra vez, sin terminar de admirarse por ella. Tiene un contenido inagotable.
Por Luis Eguiguren. 30 noviembre, 2020.En el trato cordial mutuo destaca la palabra “señora” y “señor”. “El lenguaje lo hacen los hablantes”, decía el doctor Carlos Arrizabalaga Lizárraga al resolver alguna de las consultas que le hacía sobre lenguaje, por su experiencia, como filólogo. Sus palabras me invitaron a recapacitar que la justa valoración de los antepasados lleva a reconocerles su tino para escoger términos referidos a lo que se ve y oye –en general, se siente– para designar realidades que no se sienten directamente, aunque sí se captan intelectualmente.
El término “señor” o “señora”, reconociendo la dignidad personal, fue tomado del vocablo latino “senex” (anciano), cuyo grado comparativo de superioridad es “senior”. Señor significa más anciano. Y, ser más anciano, según los predecesores hablantes, conlleva respeto, fundamentado en que los ancianos son experimentados.
La experiencia es madre de la ciencia, a la que se entiende como conocimiento seguro, cierto, bien fundamentado. El trato de “señora” o “señor” lo justifica una vasta corriente de reconocimiento del valor de la experiencia, apreciándola como cimiento del anhelo de avanzar hacia mejores formas de vivir.
¿De dónde provendrá la palabra experiencia?, me preguntaba, al dar una clase de Filosofía fundamental. Una destacada alumna asumió investigarlo: proviene de las raíces latinas “ex”, prefijo que indica procedencia; “per”, prefijo que denota movimiento transitando por un lugar. La raíz de “experiencia” sería el verbo latino “ire”. “Ir” en castellano. “Experiencia”, según esta hipótesis, significaría: “lo que procede del ir a través de un lugar”, lugar donde ocurren los hechos: el mundo. Tal etimología es, sin duda, una conjetura. A pesar de que lo sea, concuerda con dichos populares como: “Esto lo he aprendido en la escuela de la vida”.
En su inicio, la Metafísica aristotélica afirmaba que todos los seres humanos aspiran a conocer. Siendo el conocimiento básico la experiencia, de ella proceden las técnicas o artes, las ciencias y la sabiduría.
En su libro: La defensa de la Filosofía, Josef Pieper reflexiona sobre cómo la Filosofía, saber sapiencial, parte de la experiencia ordinaria de la que, y en la que, se obtienen los conocimientos y se comprueban.
El asombro de lo que sucede ante cada uno permite obtener intelectualmente –desde el incesante flujo de hechos captado por los sentidos – los principios del orden subyacente a las variables apariencias. Por la participación de la inteligencia en la experiencia podemos quedarnos con lo profundo, lo esencial de la realidad física, en continuo flujo.
En medio de la gran valoración de las ciencias experimentales, ya madura a mediados del siglo XIX, ciertos pensadores concluyeron que la Filosofía era un tipo de saber ya superado, incapaz de beneficiar a la humanidad. Las ciencias experimentales eran las llamadas para orientar en adelante al ser humano, llevándolo al progreso indefinido.
Estas ciencias parten de experimentos: experiencias artificiales, provocadas, aclara Pieper en su obra ya citada. El experimento es como un interrogatorio preparado para la realidad. La experiencia ordinaria, fuente de la Filosofía, en cambio, obtiene respuestas de la realidad en la medida en que esta las revela al que la observa con admiración, aspirando –sinceramente– enriquecerse contemplándola.
La experiencia ordinaria incluye lo que otras personas nos revelan sobre los principios de la realidad. A lo largo de los años, las sucesivas generaciones han ido seleccionando a algunas de estas personas. Son los llamados clásicos. Clásico viene de clase. Los clásicos son los que, probadamente, están en la primera clase del saber por aclamación general y universal. El resultado de su obra se ha ido seleccionando en la búsqueda común de lo verdadero, lo bueno y lo bello.
El cultivo de las humanidades propicia la valoración de los autores clásicos. Fomenta la apreciación de sus obras, el encuentro cordial y el diálogo con estos genios que propicia el crecimiento personal. Y este crecimiento induce a encontrar más armonía entre nosotros y con el medioambiente en que vivimos.
La experiencia de los clásicos, plasmada en las obras que nos han legado, es para considerarla una y otra vez, sin terminar de admirarse por ella. Tiene un contenido inagotable. Encaramándose en los hombros de los autores clásicos se logra vislumbrar la configuración de las acciones por las que una persona se va aproximando a la plenitud de la vida humana, libre y digna, ansiada sin cesar.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.